Los campos de golf, unidos siempre a la urbanización del territorio, son la excusa de moda para reclasificar terrenos agrícolas que habría que proteger y obtener así beneficios millonarios a costa de la depredación del territorio valenciano. Su inclusión en los proyectos urbanísticos persigue únicamente encarecer el precio de venta de las viviendas asociadas, aunque la gran mayoría de compradores no practiquen el golf.
Eso sí, los promotores los presentan como el milagro que salvará nuestros pueblos y el Gobierno Valenciano tiene la poca vergüenza de afirmar que mejorarán el paisaje y el medio ambiente.
Como veremos, nada más lejos de la realidad.
Los impactos ambientales de los campos de golf son muy diversos: consumo de territorio, urbanización del medio rural y natural, pérdida de conectores biológicos entre espacios naturales, contaminación de acuíferos, desfiguración del paisaje, presión humana por incremento del tráfico, ruido, contaminación lumínica nocturna, etc.
Debemos entender que un campo de golf es un ambiente ajardinado, donde se ha modificado el relieve y se ha eliminado la vegetación natural. Y que se mantiene contra natura con un riego intensivo y con la aplicación de ingentes cantidades de biocidas químicos destinados a exterminar toda forma de vida natural, especialmente la subterránea (gusanos, topos, etc.), que pueda interferir con el golf. El resultado es un ambiente totalmente artificializado, con una biodiversidad mínima, tanto de flora como de fauna, muy inferior a la de los terrenos agrícolas que normalmente suplanta, que son el hábitat idóneo para los ciclos vitales de multitud de especies.
Algunos expertos indican que los turistas que juegan al golf gastan 6 veces más dinero que los no jugadores, dato que hace referencia solo a los turistas hoteleros.
Pero debemos tener en cuenta que en el País Valenciano la construcción de campos de golf se asocia a las segundas residencias (mal llamadas turismo residencial), más que al turismo hotelero. De todas formas, se trata de un modelo insostenible, con unos beneficios que de ninguna forma compensan el consumo desmesurado de recursos (por ejemplo, un turista de golf gasta entre 10 y 15 veces más agua por día de estancia que un no jugador).
Es inaceptable la nueva ley valenciana aprobada para regular y aumentar la cantidad de campos de golf (y ya hay más de 100 proyectos en el País Valenciano) y además les considere dotaciones públicas de interés social y prometa subvencionarlos con fondos destinados a la conservación de la naturaleza. Consideramos que esta política es una amenaza para el desarrollo de un auténtico turismo rural y cultural de bajo impacto ambiental, un sector que crea puestos de trabajo estables y de calidad sin depredar recursos naturales tan fundamentales como la agua, el paisaje o la tierra fértil.
EL AGUA EN PELIGRO
El mantenimiento de las grandes extensiones de césped de los campos de golf consume grandes volúmenes de agua, sobre todo en regiones de clima mediterráneo, con escasas precipitaciones y grandes pérdidas por evaporación.
Se calcula que las necesidades de riego de un campo de golf de 18 hoyos medio (40-50 hectáreas) superan los 500.000 m3 anuales (el equivalente al consumo doméstico de más de 8.000 personas), con consumos diarios en los meses de verano de unos 3.000 m3.
A este volumen hay que añadir el agua que se evapora en los pequeños lagos insertados en los campos; y todo ello sin contar el enorme consumo de los centenares —o, en muchos casos, millares— de chalés vinculados a cada campo de golf, con los correspondientes jardines y piscinas.
En un territorio donde los recursos hídricos son tan limitados y donde los agricultores y ciudadanos se esfuerzan en ahorrar agua, es inadmisible que se despilfarren en el golf unos caudales que son vitales para garantizar las demandas domésticas, agrícolas e industriales; no podemos permitir que aumente la sobreexplotación de las aguas subterráneas, que al final puede poner en peligro el abastecimiento de agua potable a los pueblos o amenazar algunos espacios naturales protegidos (como en los casos del campo de golf del Saler, que detrae caudales de la Albufera de València, o de los que se abastecen de los del marjal Pego-Oliva).
¿Es el agua depurada una solución?
Lejos de lo que se piensa, no hay ninguna obligación legal de regar los campos de golf con aguas depuradas. Éstas, frecuentemente insuficientes para cubrir esta demanda, son mal aceptadas por los propietarios de los campos de golf tanto por ser de peor calidad y oler mal, como por su coste y por la complejidad de la depuración que exige la conservación del green. Debemos pensar también que utilizar las aguas depuradas para el golf impide que se destinen a usos prioritarios (agricultura, industria, limpieza de calles, etc.), donde realmente sustituirían a los caudales utilizados actualmente, procedentes de los ríos o de los acuíferos.
Por otra parte, el riego intensivo con aguas depuradas puede contaminar los acuíferos, ya que son aguas con una elevada salinidad y con niveles altos de nitrógeno, fósforo, materia orgánica y otros compuestos derivados de una depuración ineficiente.
UN VERDE QUE MATA
Los campos de golf son monocultivos absolutamente inapropiados en las zonas de clima mediterráneo. Su mantenimiento exige la aplicación intensiva de productos químicos (fertilizantes y plaguicidas) que, arrastrados por las aguas de riego y por las lluvias, contaminan las aguas subterráneas y provocan la pérdida de biodiversidad.
El césped de los campos de golf es un cultivo muy vulnerable, que necesita un uso intenso de herbicidas para impedir la invasión de otras especias vegetales; también, para hacer frente a una gran cantidad de insectos y de hongos, hay que tratar el césped y el suelo con insecticidas y fungicidas.
En cuanto a los fertilizantes, a los campos de golf se le aplican sobre todo ingentes cantidades de abonos químicos nitrogenados que salinizan el suelo y contaminan los acuíferos.
Los biocidas imprescindibles para el mantenimiento de los campo de golf circulan a través del agua, del suelo y de la atmósfera. Al ser tóxicos, persistentes, bioacumulativos y poco selectivos, no atacan sólo a las especies consideradas “no deseadas”, sino que también afectan a las personas expuestas y pueden dañar y matar aves y otras especies silvestres que vivan en los hábitats próximos.